sábado, 10 de febrero de 2018
CAPITULO 86
Paula desconocía cuál era el verdadero motivo que había llevado a Manuel a la clínica El Pequeño Pajarito. Únicamente tenía claro que llevaba horas encerrado en el despacho de Pedro y, por las veces que había salido a tomar café pasando sus manos una y otra vez por sus revueltos cabellos, sin duda estaba llevando a cabo una ardua labor, ya que él sólo hacía eso cuando se sentía terriblemente frustrado.
Cada vez que Manuel salía del despacho, Pedro, casualmente, estaba junto a la entrada vigilando que los pasos del abogado no se excedieran más allá de la cafetera, cuyo brebaje tanto necesitaba al parecer.
Paula negó resignada ante el décimo café que se tomaba ese hombre y ante la undécima mirada asesina que le dirigía Pedro cuando estaba demasiado cerca de ella. Tenía ganas de levantarse y borrar todas sus dudas de un plumazo, revelándole a Pedro que las únicas palabras que le había susurrado Manuel al oído ese día eran de puro resentimiento, derivadas de la afrenta que le supuso haber tenido que quedarse la noche anterior en el restaurante, fregando platos, hasta que tía Mirta decidió apiadarse de él.
Entre Manuel y ella ya no quedaba nada.
En más de una ocasión, Paula quiso correr hacia Pedro para confesarle esa verdad, pero luego veía su rostro celoso y no podía evitar deleitarse con él al saberse tan amada por un hombre por primera vez en la vida, así que decidió esperar, aunque fuera impacientemente, hasta el final de la jornada para invitarlo a cenar. Algo que sin duda él aceptaría, ya que en su frigorífico escaseaba la buena comida. Incluso la comida aceptable era demasiado para ese despreocupado hombre que nunca sabía dónde tenía la cabeza.
Pero, cuando se acercaba la hora del cierre, Pedro se adentró en su despacho y, tras discutir con su irritante exnovio, simplemente les anunció a Nina y a ella que podían marcharse a casa.
Paula se sintió tentada de preguntar por el inquietante asunto que podía llevar a dos hombres que formaban parte de su vida a reunirse durante horas tras la puerta cerrada de un despacho.
Ella temió que todo fuera un astuto plan de su tía para hacer desistir a Pedro de sus sentimientos, y que ésta finalmente lo consiguiera la aterró, pero no supo qué decir para evitar que el hombre por el que comenzaba a sentir algo se reuniera con el que nada más era un amargo recuerdo de su pasado.
Había tantas cosas entre ella y Pedro que todavía no se habían dicho, tantos secretos, tantas dudas sin aclarar y tan poco tiempo para ello... Paula se inquietó ante la idea de que el hombre al que amaba escuchara alguna de las verdades de su vida filtradas bajo las mentiras de ese embaucador que tan bien sabía manejar a la gente y disfrazar los hechos para que, indudablemente, siempre lo favorecieran.
—¿Qué ha venido a hacer Manuel aquí? Yo... quería invitarte a cenar —ofreció Paula, temerosa de recibir la respuesta de Pedro mientras éste la acompañaba hacia la salida.
—Princesa, en cualquier otro momento te lo agradecería enormemente, pero en estos instantes estoy atado de pies y manos con un asunto al que quiero poner fin cuanto antes —comentó, señalando al impertinente individuo que, desde la puerta de su despacho, le sonreía con satisfacción ante la idea de haber fastidiado una de sus citas.
—Yo no quiero que te quedes con él —rogó Paula, aferrándose a uno de sus brazos mientras lo observaba con ojos suplicantes.
—¿Por qué, princesa? —preguntó Pedro, un tanto confuso, mientras alzaba la cara de su amada para enfrentarse a su asustada mirada.
—Cuando Manuel y yo terminamos, tenía alguna que otra amiga que, tras escuchar sus palabras, simplemente dejó de hablarme. Nadie me creyó y no quiero que tú llegues a odiarme.
—¡Vaya, no quieres que te odie! —repitió Pedro con una sonrisa—. Parece que vamos avanzando algo en nuestra relación. Ahora sólo falta que no te molestes tanto cuando escuches mis palabras de amor.
—Nunca dije que tus palabras de amor me molestaran, sólo que todavía no estaba preparada para escucharlas —confesó Paula, mirando los hermosos ojos de su amante y descubriéndole en silencio la profundidad de unos sentimientos que todavía no se atrevía a manifestar en voz alta.
—Y ahora pareces preparada para escucharme, pero todavía te falta valor para decir eso que tantas ganas tengo de oír de tus labios — declaró Pedro, mientras pasaba uno de sus acusadores dedos por los bellos labios que tan bien silenciaban la verdad de un corazón.
—Yo... tengo miedo —reconoció Paula, sin poder enfrentarse todavía a las palabras que tanto dolor le trajeron en una ocasión.
—Yo haré que olvides todos tus miedos, princesa —prometió Pedro, besando con ternura sus labios, dándole con ello una dulce despedida a su inquieta amante—. Mientras tanto, puedo asegurarte una cosa: nada de lo que escuche sobre ti hará que deje de amarte. Jamás —aseguró decididamente el locuaz enamorado mientras la atraía hacia sus brazos y le demostraba con un apasionado beso que, a pesar de todos los que les rodeaban en esos instantes, sólo ellos dos importaban.
A sus espaldas resonó un fuerte portazo que anunciaba que el personaje que rondaba por el despacho de Pedro desde hacía algunas horas había sido un espectador de primera fila de ese apasionado despliegue de amor.
Cuando Pedro soltó a su presa, ésta se hallaba un poco aturdida, mientras que él lucía una ladina sonrisa llena de satisfacción. Sin duda, ese beso pretendía dejar dos cosas claras al intruso que había irrumpido nuevamente en la vida de Paula: la primera, que ella ya no le pertenecía, y la segunda, que ninguno de sus sucios trucos harían la menor mella en él, porque, como todos decían en Whiterlande, él era un loco enamorado. Y los locos enamorados nunca atendían a razones, sólo a una única regla: el amor lo es todo.
Finalmente, Pedro la acompañó a la salida y se despidió nuevamente de ella. Paula se sintió confusa cuando se dio cuenta de que él no había atendido a sus súplicas, ni respondido a su pregunta sobre el motivo de esa extraña reunión.
Se percató de que había sido embaucada de nuevo por un experto, y se preguntó cuándo narices dejaría de enamorarse de engañosos hombres como aquél.
Luego, simplemente recordó la pícara sonrisa de su amante y las locuras de Pedro, que siempre la hacían sonreír, y negó con la cabeza porque ya sabía la respuesta: los demás embaucadores del mundo la traían sin cuidado, porque, sin duda alguna, nunca podría dejar de amar a Pedro... el único hombre que había conseguido convencerla de que no era tan terrible volver a arriesgarse en el amor, pero sólo si el hombre era el adecuado.
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Pero qué vieja metida la tía Mirta. Y Pedro un bombón enamorado.
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