miércoles, 3 de enero de 2018
CAPITULO 2
Pedro Alfonso lo había vuelto a hacer, no tenía remedio.
Pero ¿cómo podía dejar a una pobre cría de gato abandonada bajo el aguacero que caía por más que los gritos de su madre fueran la injusta recompensa por sus actos? Aunque apenas tenía doce años, ese inquieto niño de cabellos rubios y hermosos ojos azules ya sabía a lo que quería dedicarse en un futuro. Él sería el mejor veterinario del mundo, y así podría cuidar de todos los animales sin que nadie lo reprendiera por ello nunca más.
Pedro intentó intervenir en el monólogo sobre la responsabilidad que su madre le estaba soltando con el fin de explicarle que ése era su deber, pero la mirada que le dedicó su padre junto a algún que otro gesto un tanto cómico le advirtieron de que, si lo hacía, sería peor. Así que Pedro decidió guardar silencio mientras miraba fijamente las baldosas de la cocina que se encontraban detrás de su madre y pensaba una vez más en las musarañas.
Cuando los gritos de su madre finalizaron y ella lo observó con su feroz mirada, retándolo a decir algo en su defensa, él pronunció la frase universal que todo niño listo aprende, ya sea culpable o inocente de sus trastadas.
—Lo siento mucho, mamá, perdóname — suplicó Pedro utilizando vilmente su mirada de lastimado angelito para conseguir conmoverla—. Es que estaba solo y abandonado, y no tenía a su mami, y recordé que yo tengo una amorosa madre que siempre me cuida y...
—¡Eso no funcionará esta vez, Pedro Alfonso! — señaló Sara molesta, cruzando los brazos algo irritada mientras hacía ese inquietante y repetitivo movimiento con el pie que indicaba que cada vez estaba más furiosa—. ¡Ésas son justamente las mismas palabras que me dijiste cuando trajiste al perro, a ese irritante conejo que no para de comerse mis plantas, el nido de pájaros que ahora descansa en nuestro árbol, al camaleón de tu hermano, al hámster de tu hermana y a la cabra que, gracias a Dios, pude encasquetar al viejo Oswald para que la llevara a la granja de su tío! ¡No sé cómo consigues toparte con tantos bichos, si sólo te mando a hacer simples recados a la vuelta de la esquina! La última vez acordamos que no traerías más animales abandonados a esta casa, ¡y espero seriamente que cumplas tu promesa!
—Pero mamá, míralo: es tan pequeño e indefenso, y no tiene a nadie que lo cuide... —rogó Pedro acercándole la mojada cría de gato, que descansaba en su sudadera, intentando ablandar su corazón y eliminar la firme mirada de su madre.
Sara Chaves sólo tuvo que echar un vistazo a ese desamparado animal, que con sus lastimeros maullidos exigía su atención, para rendirse finalmente a las súplicas de su hijo, un manipulador nato a la hora de conseguir lo que quería.
—Bueno, ¡está bien! Se quedará en casa. — Sara suspiró, cediendo al fin a las pretensiones de su hijo—. ¡Pero solamente hasta que le encuentres un buen hogar! Y, hasta entonces, tú y ese mojado animal quedáis castigados en tu habitación. ¡Y olvídate de tu paga durante un mes!
—¡Pero mamá...! —se quejó Pedro ante el injusto castigo, recibido únicamente por llevar a cabo una buena acción.
—¡Ni peros ni nada, Pedro! Has roto tu promesa, así que atente a las consecuencias... y espero seriamente que éste sea el último animal que traes a casa. Esto no es una granja y, cada vez que llegas con uno de ellos, supone una responsabilidad de la que luego te desentiendes. Todos los gastos de este gato saldrán de tu paga y tendrás que cuidarlo adecuadamente. Y, ahora, ¡a tu cuarto! Haz entrar en calor a ese bicho mientras yo llamo al veterinario.
Pedro subió enfurruñado la escalera hacia su habitación, pateando fuertemente cada escalón para expresar así su enfado por el resultado de sus actos. En cuanto llegó a su dormitorio, dio un enérgico portazo, luego se cambió sus ropas mojadas y secó al tembloroso gatito con uno de sus jerséis limpios. Mientras permanecía sentado en el suelo de su cuarto a la espera de la visita de su padre, un hombre amable que siempre bromeaba con él ante los enojos de su madre, pensaba en el terrible carácter de ésta.
¿Por qué tenía que ser tan intransigente y no comprenderlo en absoluto? ¿Por qué su padre no había elegido a una mujer más dulce y cariñosa, como las madres de sus amigos? ¡No! Él tenía que escoger a la de peor temperamento y casarse con ella...
Mientras Pedro no cesaba de protestar por su mala fortuna, su padre entró en la habitación portando una pequeña estufa que puso en el suelo junto al minino, al que también rodeó con una mantita. Luego se sentó junto a él y ambos guardaron silencio hasta que finalmente Pedro decidió expresarle todas y cada una de sus quejas sobre su abusivo castigo.
—¡No es justo y tú lo sabes, papá! ¿Por qué mamá tiene que ser tan cabezota?
—Bueno, hijo, tienes que reconocer que es ella quien finalmente acaba cuidando de todos tus animales.
—¡Pero no sé por qué me regaña si sólo estoy haciendo algo bueno! Además, no puede detestarlo tanto: ayer la encontré hablando con el conejo y, para variar, a él no le gritaba. ¿Por qué no te pudiste casar con una mujer que fuera más dulce y cariñosa?
Juan Alfonso se carcajeó ante las protestas de su hijo y, después de sonreír como si fuera el hombre más afortunado del mundo, respondió a esa cuestión.
—Porque me enamoré de tu madre —dijo simplemente, haciendo que Pedro frunciera el ceño ante esas palabras desconocidas para él.
—Pues yo no pienso enamorarme y, si me caso, he decidido que sea con una persona dulce y cariñosa que nunca grite y que sólo tenga palabras amables para mí.
—Yo también pensaba así cuando tenía tu edad, hijo; mi mujer ideal tenía todas y cada una de esas características.
—Entonces, ¿qué narices pasó? —recriminó Pedro a su padre por no haberse ceñido a su plan.
—Que conocí a tu madre y todos mis planes se fueron a pique.
—¡Eso no me pasará a mí! Yo sólo me enamoraré de mi mujer ideal, ¡y de ninguna otra! —declaró Pedro, firmemente decidido.
—Eso suena muy aburrido —indicó Juan mientras se levantaba del suelo con una intrigante sonrisa en los labios—. Espero que, cuando encuentres a esa chica, no dudes en presentárnosla a tu madre y a mí. Mientras tanto, continúas castigado —recordó Juan antes de salir del cuarto de su hijo, que aún seguía enfadado por su injusto castigo, esta vez con sus dos progenitores.
Segundos después de cerrar la puerta, Sara lo esperaba impacientemente en el pasillo, paseándose de un lado a otro con esa mirada llena de cariño y preocupación que solamente puede tener una madre.
—¿Cómo está?
—¿Él o el gatito? —se burló Juan, ganándose una reprobadora mirada de su esposa—. Ambos están bien, un poco mojados, pero bien —contestó amorosamente Juan mientras abrazaba a Sara.
—¿Está muy enfadado?
—Un poco, pero ya se le pasará. ¿Sabes? Ahora nuestro inconstante hijo asegura querer enamorarse sólo de mujeres dulces y cariñosas.
—Bueno, por lo menos eso es un poco más probable que su idea de la semana pasada de que quería ser Spiderman, o que la idea de Eliana, con su lista de cualidades para su príncipe azul.
—No sé yo qué decirte. Nuestro hijo sacaría de quicio a un santo y ya se sabe que nos enamoramos de la persona más inesperada. Si no, mírame a mí.
—Entonces, solamente tiene que enamorarse como hiciste tú y pensará que esa mujer es la más dulce de todas —insinuó afectuosamente Sara mientras se acurrucaba entre los brazos de su marido.
—Cariño, te amo con todo mi corazón, pero ni loco he dicho alguna vez esa mentira —confesó Juan, ganándose la mirada más agria de toda su vida y, sin duda, el destierro al sofá por tiempo indefinido.
—Cielo, perdona, yo... —Juan persiguió a su esposa intentando excusar su metedura de pata mientras ésta se marchaba hacia la cocina, sin duda para preparar la comida que él más aborrecía como venganza. Algo que ni él ni su estómago podrían aguantar durante mucho tiempo.
—Lo dicho: nunca me enamoraré de una persona con mal carácter —confirmó Pedro a su gato después de haber asomado su naricilla chismosa al pasillo y haber escuchado a escondidas la discusión de sus padres—. Con todas las mujeres que hay, yo no puedo cometer ese error, ¿verdad? —cuestionó Pedro, todavía confuso, a su nuevo amigo, preguntándose cómo su padre había podido llegar a equivocarse así. Eso era, sin duda alguna, culpa de lo que los adultos llamaban «amor».
»Bueno, por si acaso, yo nunca me enamoraré —sentenció categóricamente acabando de raíz con su problema, o al menos eso era lo que pensaba a la tierna edad de doce años...
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