miércoles, 3 de enero de 2018
CAPITULO 3
Mansión de los Chaves
Mirta Chaves, una excéntrica y adinerada mujer de unos cincuenta y cinco años, observaba con gran atención su nueva responsabilidad: una reticente mocosa muy mal vestida que la miraba con desconfianza desde sus tristes ojos marrones por debajo de su revoltoso pelo negro como el tizón.
Esa niña, de tan sólo seis años, había sufrido la desgracia de perder a sus padres en un estúpido accidente automovilístico. Un conductor borracho había chocado contra su coche, acabando con la vida de ambos en un instante y saliendo él indemne... Aunque Mirta y el inconmensurable ejército de poderosos abogados de su bufete ya se estaban encargando de hacer condenar a ese inconsciente asesino para lo que le quedara de vida, todavía quedaba un gran problema por resolver, y ése no era otro que la insolente pequeña que estaba ante su puerta, mirándola con bastante frialdad.
A pesar de que Paula, que así se llamaba la pequeña, fuera la hija de su joven sobrina Delia, ella no tenía demasiada madera de madre.
Mientras que su hermana Maria se había casado muy pronto y había tenido a su adorable Delia, quien había seguido los pasos de su madre en cuanto a la precocidad de formar una familia, Mirta había preferido desarrollarse en su carrera como eminente abogada. Luego encontró el amor de una forma un tanto tardía; adoraba a su esposo, que siempre la apoyaba en todo y nunca la había abandonado, incluso cuando el médico les reveló que nunca podrían tener hijos.
Su marido era un hombre excepcional, único entre todos esos ineptos y estúpidos machistas que todavía creían que las mujeres debían restringir su vida a la cocina. Su amado esposo, ante las protestas de los más altos miembros de la junta directiva de su bufete, sonreía y, en el momento en el que se quejaban de su aguerrido comportamiento, simplemente los advertía de que se estaban enfrentando a una Chaves.
Ya que el agresivo carácter de su marido era conocido por todo el ámbito judicial gracias a los múltiples casos ganados en ese terreno, que ella adoptara su apellido al casarse había conseguido abrirle más de una puerta en su carrera, haciendo de ambos una pareja temible, tanto por su prestigioso nombre como por la gran fortuna familiar unida a éste.
Su queridísimo esposo había aceptado con una gran sonrisa la idea de ejercer de padres, aunque fuera a una edad tan avanzada, pero ella no terminaba de tener claro eso de la maternidad. Por eso había intentado que esa chiquilla quedara bajo el cuidado de personas más jóvenes y experimentadas en esa labor, así que en principio la dejó en manos de sus familiares por parte paterna. Pero, por desgracia, luego se dio cuenta de que todos ellos solamente eran unas sanguijuelas sin corazón que, después de quedarse con la pequeña Paula durante unos días y ver que el dinero de su herencia no podía ser tocado por sus avaras manos, se habían despreocupado de sus cuidados.
Algo que Mirta Chaves nunca podría permitir era que ningún miembro de su familia fuera despreciado, sobre todo por alguien que sin duda alguna era inferior a ellos en todos los sentidos. Así que, ni corta ni perezosa, Mirta había ordenado a sus empleados traer a la niña a su nuevo hogar.
Y ahí estaba, enfrentándose a la vacía mirada de una cría que todavía no había podido derramar ni una sola lágrima a pesar de todo lo que había perdido. No sabía cómo consolarla, cómo hablarle o cómo cuidarla. No tenía ni idea de cómo tratar con un niño, así que Mirta, simplemente, cogió su maleta y le enseñó su nueva habitación, llena de todos los lujos y caprichos que una chiquilla podía llegar a desear. La dejó allí y fue a su despacho para atender sus asuntos y, cómo no, para obtener algún que otro consejo de su querido esposo.
—¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar consolando a esa pequeña? —preguntó su marido, conocedor de sus miedos.
—No sé qué hacer con esa niña. No ha abierto la boca desde que ha llegado y eso que la he llevado a esa habitación llena de todos esos caros juguetes.
—Mirta, esa cría aún está en shock por lo ocurrido a sus padres. Además, por los informes que estoy recibiendo sobre sus familiares, no creo que lo pasara demasiado bien estando a su cuidado.
—¿Le hicieron algo? —quiso saber Mirta, tremendamente preocupada por la salud de la pequeña Paula.
—Eso es lo que estoy tratando de averiguar.
—¡Como esos desaprensivos le hayan tocado un solo pelo, quiero que los destruyas, que los arruines, que los encarceles para siempre...! — continuó furiosa la combativa mujer ante la atenta mirada de su esposo.
—Tus deseos son órdenes para mí, querida mía —anunció el acaudalado señor Chaves besando con cariño la mejilla de Mirta—. Creo que lo mejor para esa niña será que la adoptemos y que tome nuestro apellido, así nadie podrá tocarle ni un pelo, como tú dices.
—Pienso que eso tendrá que decidirlo ella. Aunque sea un poco pequeña, quiero darle la opción de decidir qué quiere hacer con su vida. Demasiadas cosas le han sido impuestas últimamente para que nuestro nombre sea una más de ellas.
—Bien, lo dejo a tu elección. Después de todo, desde ahora tú serás su nueva madre.
El orgulloso hombre sonrió pícaramente, mientras veía cómo su aguerrida esposa protestaba por sus palabras. Él sabía que, en el fondo, era ella misma quien más deseaba representar ese papel que el destino se había negado a concederle hasta entonces.
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