miércoles, 3 de enero de 2018

CAPITULO 4





Paula Meliott, sentada en esa lujosa cama, se preguntaba cuándo irrumpiría en la habitación una bandada de niños reclamando cada uno de los juguetes de la estancia y prohibiéndole tocar cualquiera de ellos. Se mantenía callada para que nadie le gritara que hablaba mucho o que su voz le producía jaqueca. No tocaba nada para que nadie la reprendiera ferozmente por romper algo sin querer. Permanecía quieta para que nadie la echara nuevamente a la calle, y estaba decidida a comportarse de la mejor manera posible para quedarse en esa casa y tener al fin un nuevo hogar.


La cama de ese cuarto era el sueño de toda niña: parecía el lecho de una princesa, con un dosel, sábanas rosas y mullidos y esponjosos cojines. El suelo estaba cubierto por una cálida y suave alfombra también rosa; las blancas estanterías se hallaban repletas de muñecas engalanadas con los más hermosos vestidos y, junto a ellas, descansaban magníficos peluches de osos, unicornios y decenas de otros animales desconocidos para ella. Paula tenía unas ganas tremendas de hundirse entre ellos y jugar con esas muñecas, que, sin duda alguna, serían mil veces mejores que las de sus estúpidas primas.


De repente, la puerta de la habitación se abrió y entró una mujer de unos cuarenta años, vestida con un delantal y portando una bandeja. Su cara era afable, por lo que no tuvo tanto miedo como ante su tía Mirta. Pero aún dudaba sobre si debía hablar, por si decía algo inadecuado y esa mujer era parecida a sus otros familiares, que siempre sonreían ante todo el mundo y que únicamente ante ella mostraban su resentimiento.


—¡Hola, pequeña! Trabajo en esta casa y me llamo María. Tu querida tía Mirta me ha mandado traerte un aperitivo por si tenías hambre antes del almuerzo. Te lo dejaré aquí —anunció la agradable mujer dejando una bandeja repleta de suculentos manjares con los que la boca se le hacía agua, ya que apenas había desayunado antes de ser arrastrada hacia su nueva residencia.


»Si tienes alguna pregunta que hacerme o alguna duda, aquí estoy: ¡puedes preguntarme lo que quieras!


—¿Cuándo conoceré a mis otros primos? — inquirió Paula, llena de tristeza, en un susurro apenas perceptible.


—Lo siento, cariño, pero tú eres la única niña de esta casa —contestó algo entristecida la servicial María, lamentando no poder ofrecerle la compañía de otros niños como ella a esa pequeña y dulce chiquilla.


—¿Me lo jura? —replicó Paula, levantándose de su cama un tanto animada.


—Sí, querida. La señora Chaves no tiene hijos y...


—Entonces, ¿todos estos juguetes son para mí? —quiso saber la pequeña, esperanzada de que sus sueños de librarse de los molestos niños que siempre se metían con ella finalmente se hubieran cumplido.


—Sí, por supuesto. Esta habitación y todo lo que hay en ella te pertenece.


—Gracias —susurró Paula, recobrando su compostura y sentándose nuevamente en su lugar.


Cuando la mujer se fue y la niña se aseguró de que al fin estaba sola, corrió por toda la habitación gritando de alegría y finalmente se zambulló con deleite en los mullidos y esponjosos cojines que tanto la habían tentado. Fue un día maravilloso, en el que disfrutó hasta saciarse con una suculenta comida que incluía una gran variedad de postres, jugó hasta la extenuación con sus nuevos juguetes y conoció a su nueva familia, que parecía ser bastante agradable, sobre todo su tío, quien le contaba divertidas historias sobre sus viajes. En cambio, su tía Mirta se mantenía un tanto alejada de ella, como si Paula tuviera alguna enfermedad contagiosa o algo así. A la pequeña no le agradaba demasiado su chillona voz o su estirado comportamiento, así que siempre la miraba desde lejos, algo reticente.


La felicidad de la chiquilla duró poco.


Exactamente unas seis semanas.


Ése fue el tiempo que tardaron sus familiares paternos en volver a reclamar su presencia junto a ellos. Paula trató de posponerlo cogiendo un gran berrinche y agarrándose fuertemente a la pierna de su tío. De ese modo, pudo esquivar por algún tiempo el momento de volver a ver a esos malvados personajes, pero finalmente ellos rompieron su maravilloso mundo irrumpiendo en su castillo de la forma más ruin posible.


Su prima Lucinda, una inmensa mole llena de grasa y acné cinco años mayor que ella, volvía a intimidarla una vez más, mientras Paula observaba desde un rincón de su cuarto cómo sus apreciadas muñecas eran maltratadas sin que pudiera hacer nada por evitarlo.


—Esta familia tampoco te querrá porque tú eres una niña fea, sucia y pobre —anunció despiadadamente la niña más horrenda de cuantas había conocido.


—Eso tú no lo sabes —susurró la chiquilla mientras abrazaba a su más querida muñeca sin atreverse a levantar mucho la voz.


—¡Sí lo sé, porque yo tengo familia y tú no! ¡Tú eres una huérfana sin hogar a la que nadie querrá nunca! —replicó con aspereza la cría mientras le lanzaba una amenazante mirada a su asustada prima.


—¡Mis padres me querían! —afirmó decidida Paula, plantándole cara a cada uno de sus temores, y, tal y como su tía le había enseñado en los últimos días, alzó su rostro resuelta a demostrarle a Lucinda cuál era su valor.


—Sí, pero ahora no están y nunca volverán. ¡Y todo fue culpa tuya, por eso nadie te querrá nunca más! —chilló cruelmente la desagradable niña, intentando arrebatarle a Paula la felicidad que últimamente parecía acompañarla.


—¡Eso no es cierto! —gritó finalmente la pequeña, furiosa, levantándose de su escondido lugar para enfrentarse a uno de sus mayores miedos.


—¿Te atreves a levantarme la voz, enana? —la amenazó abiertamente Lucinda mientras le arrebataba su más preciada muñeca y la tiraba al suelo despectivamente.


Paula miró la muñeca que su tía Mirta le había regalado, relatándole en ese momento que ésa había sido una de las preciadas posesiones de su difunta madre, y sus sentimientos, enterrados durante mucho tiempo, terminaron por estallar. Sin saber cómo, Paula sacó fuerzas de su flacucho y endeble cuerpo para embestir contra su prima y arrojarla sobre la caja de juguetes, que ahora y gracias a ella estaba vacía, ya que todas sus hermosas y ordenadas posesiones se hallaban esparcidas por su siempre impecable habitación.


Lucinda cayó hacia atrás, encajando su robusto cuerpo y su oronda persona en la gran caja de madera. Enfurecida, intentó salir de allí para darle una lección a esa creída mocosa, pero, para su sorpresa, no pudo hacer otra cosa que gritar algunas amenazas y obscenas maldiciones al ver que su cuerpo no podía salir de su forzada prisión.


—¡Sácame de aquí, idiota, o te juro que...! — amenazó la furiosa niña haciendo todo lo posible por salir de esa vergonzosa situación.


—¡No! —gritó rebeldemente Paula, acercándose a su molesta pesadilla con un rotulador en la mano y una maliciosa sonrisa en los labios que sólo podía significar que por fin esa cría obtendría lo que merecían tanto ella como su estúpida bocaza. ¡Qué pena que su tía Bertha no pudiera recibir también la lección que sin duda se merecía por sus crueles acciones! Acciones que ella recordaba muy bien, todas y cada una de ellas.





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