miércoles, 3 de enero de 2018
CAPITULO 5
Mirta trataba de tener paciencia, a pesar de no ser ese tipo de personas que poseían un apacible temperamento. Lo estaba haciendo porque se lo había prometido a su adorado marido.
De verdad que lo estaba intentando con todas sus fuerzas, pero la estúpida egocéntrica de las narices que tenía delante y que se creía alguien superior a todos los demás la estaba sacando de quicio. Y faltaba muy poco para que su carácter saltara por los aires y acabara echándole a los perros o algo
peor. María, desde un rincón de la estancia, la observaba con una gran sonrisa en los labios mientras no se perdía ninguno de sus movimientos, a la espera de que soltara su tormentoso genio de un momento a otro. Pero Mirta pensaba cumplir la promesa que le había hecho a su marido de ser paciente con los parientes de Paula y darles una
oportunidad para demostrar que no eran las babosas rastreras que creía que eran.
El problema consistía en que, a cada palabraque salía de la boca de esa insultante señora, únicamente demostraba lo sucias y bajas que podían llegar a ser algunas personas tan sólo por el dinero. Y eso la molestaba profundamente, sobre todo cuando el principal objeto de codicia no era otro que la pequeña fortuna de su sobrina, que nadie podía llegar a tocar hasta que ésta fuera mayor de edad y se casara.
Sentada frente a la despreciable mujer que ostentaba el título de tía de esa niña que poco a poco estaba robándole el corazón, Mirta se estaba aguantando las ganas de servirle eficientemente el té sobre su estúpida cabeza a Bertha Meliott, hasta que un buen número de agravios, dedicados a la chiquilla a quien ya adoraba con toda su alma, comenzaron a salir nuevamente por su boca.
—Admitámoslo, señora Chaves: esa mocosa puede ser bastante difícil de tratar. Sólo sabe quejarse de todo, no sabe compartir y siempre va diciendo mentiras sobre los demás niños. Creo que, si usted nos pasara una pequeña renta semanal, nosotros podríamos meterla en vereda y enseñarle la disciplina de una buena familia.
—Esa niña... —comenzó Mirta tomando aire y contando hasta diez en el proceso de intentar tratar con esa idiota sin mandarla al cuerno—... ha tenido un comportamiento ejemplar en mi casa. Si no se ha comportado de la misma manera en su hogar, debe de ser, simplemente, porque no es el adecuado para ella.
—¿Se atreve a insinuar que no soy una buena madre? ¿Usted, que ni siquiera sabe lo que significa esa palabra? —La mujer se levantó petulantemente, acabando con la poca paciencia que le quedaba a Mirta debido a sus insultantes palabras, que solamente pretendían herirla.
Pero los Chaves nunca mostraban sus heridas en público, tan sólo mordían vilmente en el proceso de curarlas. Parecía que esa estúpida no había oído hablar de su genio, así que, sin duda alguna, tendría el placer de disfrutar de la demostración de éste de primera mano.
Mirta estaba a punto de sacar a relucir su aguerrido temperamento e incumplir así con la promesa hecha a su marido, cuando fueron interrumpidas por la pequeña Paula, que por primera vez en semanas lucía una gran sonrisa en
su rostro.
La niña caminaba tan altanera y educadamente como la propia Mirta hacía, portando entre sus manos un rotulador con el que parecía guardar un gran secreto, ya que no paraba de observarlo a la vez que sonreía con gran malicia mientras lo removía, inquieta, entre sus manos. Sin duda había estado atendiendo a cada una de sus lecciones sobre la sofisticación y la elegancia, ya que se sentó muy educadamente después de saludar a su tía con la perfecta pronunciación y entonación que ella utilizaba para las visitas más indeseadas.
Al parecer esa pequeña la había estado observando más de lo aconsejable, ya que copiaba uno por uno sus educados modales que, en ocasiones, podían interpretarse como un poquito arrogantes ante la sociedad.
—Bueno, querida tía, ¿a qué se debe el placer de tu visita? —interpeló Victoria a su tía Bertha.
—¡Niña, no seas tan presuntuosa y trata a los adultos como se debe! —reprendió ofendida la molesta visita.
Mirta se quedó de pie junto a su sobrina, apoyándola, pero esperando a ver lo que esa chiquilla, con un genio que hasta ahora no había demostrado tener, hacía con su desagradable pariente.
—Cómo puedes ver, aquí estoy de maravilla: tengo todo lo que una niña puede desear y no pienso marcharme de este lugar.
—¡Eso lo decidirán tus parientes! Nosotros, sin duda alguna, sabremos lo que más te conviene —declaró Bertha, apretando fuertemente los puños a cada uno de sus lados.
—No. Al parecer mis parientes sólo consiguen ver lo que más les conviene a ellos, por lo que me he tomado la molestia de decidir por mí misma y quiero que éste sea mi nuevo hogar. Así que te ruego, tía Bertha, que desistas de quedarte con mi herencia... Perdón, quiero decir, conmigo —
rectificó la pequeña sin mostrar que hubiera habido error alguno en sus palabras, imitando perfectamente lo que había oído de tía Mirta días atrás.
—¡Tú! ¡Mocosa desagradecida! ¡Con todo lo que he hecho por ti! —gritó airadamente la ofendida mujer intentando golpear a la pequeña, algo que parecía ser habitual, ya que ella se encogió esperando su respuesta.
El brazo de tía Mirta se interpuso en su camino. Luego, y ante el asombro de todos, le propinó a Bertha una fuerte bofetada que resonó por toda la elegante mansión.
—¿Cómo se atreve? —chilló indignada la mujer, cubriéndose la enrojecida mejilla.
Mirta se disponía a poner a esa engorrosa persona en su lugar, algo que con toda seguridad alguien debería haber hecho hacía tiempo, cuando los gimoteos de una quejumbrosa niña que se movía con algo de dificultad, indudablemente debido a la cara caja de juguetes que se hallaba acoplada a su trasero, se dirigió hacia ellas.
—¡Mamá! ¡Mira lo que me ha hecho Paula! —se quejó patéticamente la cría que le sacaba dos cabezas y treinta kilos a la delicada chiquilla a la que acusaba.
Como el rostro de la pequeña mole de grasa, que aún intentaba sacar sus posaderas de la caja, estaba pintado con el mensaje «Si lo lees es que soy idiota», del mismo color verde que el rotulador que su sobrina portaba, nadie pudo refutar su culpabilidad. Mirta estuvo a punto de renegar, un tanto enfadada, del malicioso comportamiento de su nueva ahijada cuando las molestas palabras de esa mujer volvieron a alterarla. Pero lo que le hizo decidirse a sacar finalmente a relucir su turbulento temperamento fue la respuesta de una criatura que irremediablemente decía la verdad.
—¡Usted debe castigarla severamente para que esto nunca vuelva a pasar! —señaló iracunda Bertha, intentando desacoplar el trasero de su hija de la prisión en la que se hallaba.
—No comprendo por qué —intervino Paula —, si tú, tía Bertha, no castigaste nunca a Lucinda cuando me encerró en el armario, o cuando rompió mis juguetes, o en el instante en el que quemó la única foto que me quedaba de mis padres o incluso por aquella vez en la que por poco me caigo por la escalera con uno de sus empujones...
—¡Mi niña nunca haría ninguna de esas cosas! ¡Ella es una cría ejemplar! ¡No como tú, que fuiste la culpable de la muerte de tus padres sólo por el capricho de un simple juguete y...!
—¡Suficiente! ¡Tienen dos minutos para salir de esta casa antes de que decida echarles a los perros! —sentenció Mirta, desafiándola con la mirada a que dijera una sola palabra más que dañara los sentimientos de Paula.
—¿Son ésos los modales que piensa inculcarle? —gritó airadamente la obtusa señora.
—No, por supuesto que no —comentó irónicamente la adinerada dama mientras aleccionaba a Paula sobre los buenos modales dentro de la alta sociedad—. Querida, los Chaves no sacamos nunca la basura, sino que llamamos a otros para que hagan el trabajo sucio por nosotros. Así que ahora ve educadamente al despacho de tu tío... y comunícale que le diga a Mortimer que la basura se niega a marcharse.
Paula abandonó la estancia con una sonrisa y, saliendo de la habitación con la elegancia que le había mostrado su tía, se dirigió a cumplir con su recado lo más rápidamente posible.
—¡Usted! ¡Usted! ¡Es una...!
—¡Recuerde con quién está hablando! —la amenazó Mirta, recordándole el poder de su apellido.
—¡Las dos son tal para cual! —gruñó despectivamente la ofuscada tía Bertha consiguiendo al fin con uno de sus empujones romper la caja que oprimía el trasero de su hija.
—Algo indudable, ya que Paula es una Chaves y somos famosos por nuestro mal carácter ante cierto tipo de situaciones... en especial, ante aquellas que alteran nuestro apacible temperamento.
—¡Esa niña es una Meliott y yo...!
—Usted no hará nada si sabe lo que le conviene, y mi sobrina Paula llevará mi apellido desde mañana mismo, cortando cualquier lazo posible con su familia paterna. Si tiene alguna objeción, coméntelo con alguno de mis innumerables abogados. Ahora, como veo que ya ha llegado Mortimer, le pediré que les muestre el camino hacia la salida, por si lo han olvidado — declaró amenazante Mirta, poniendo fin a esa estúpida e innecesaria conversación, porque, antes de que esa mujer entrara por la puerta, ella ya sabía que esa pequeña se convertiría en un nuevo miembro de su prestigiosa familia.
—Mortimer, muéstrales la salida a estas dos... señoritas. Y no te olvides de pasarles la factura de la caja de juguetes que han roto. Después de todo, pertenece a Paula y creo que ya hay demasiada gente que se ha aprovechado de mi sobrina... Algo que no permitiré que ocurra nunca más... — concluyó Mirta, lanzando una última amenaza y dejando en el aire las consecuencias que podía conllevar el hecho de contradecir su mandato.
—¿De verdad seré una Chaves? —preguntó una esperanzada Paula a su tía, cogiéndose cariñosamente de uno de sus brazos.
—Eso es algo que indudablemente tu tío arreglará mañana —respondió Mirta.
—¡Seré la mejor Chaves de todos! —anunció alegremente Paula, adentrándose entre saltitos de dicha en su nuevo hogar.
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