miércoles, 10 de enero de 2018

CAPITULO 25




Llevaba más de una hora buscando a esa orgullosa mujer.


Había recorrido cada uno de los locales de alquiler de coches del pueblo con la esperanza de que en alguno de ellos finalmente se hubieran apiadado de Paula y le hubieran alquilado aunque fuera una vieja tartana. Pero, como era habitual en los rencorosos habitantes del lugar, no le habían ofrecido a la caprichosa señorita ni un triste vaso de agua.


«Bueno, su situación no puede ser tan mala si doña Remilgos ha conseguido llegar a su lujoso vehículo con su chucho. Seguro que ahora mismo ambos están calentitos y abrigados mientras mi estúpido culo y yo nos helamos bajo esta gélida lluvia para acallar mi conciencia, que no me deja descansar hasta asegurarme de que esos dos no se han vuelto a meter en algún problema.»


Tras abandonar la idea de que esa insufrible mujer hubiera conseguido un vehículo, me decidí a buscar algún lugar donde admitieran animales para pasar la noche. La casa de la señorita Hertur, que tanto amaba a los perros, fue la primera en acudir a mi mente. Me concedí un tiempo de descanso, seguro de que Paula estaría rodeada del calor de ese pequeño y acogedor hogar, sin duda bajo los cuidados de esa amable anciana.


Aparqué en un lugar aislado del camino y disfruté de un merecido descanso comiendo una de mis chocolatinas y bebiendo una Coca-Cola light en mi vieja camioneta. 


Abrigado por el soporífero calorcito de la calefacción, no tardé demasiado en quedarme dormido y desperté ya entrada la noche.


Estaba más que dispuesto a volver a mi cálido hogar cuando mi conciencia volvió a darme la lata: tal vez debería asegurarme de que la señorita Desdén estuviera realmente en un lugar seguro antes de desistir de mi búsqueda, así que llamé a la señorita Hertur, algo que sin duda debería haber hecho antes, pero cuya idea no llegó a mi adormecida mente hasta después de un descanso.


La anciana mujer, un tanto molesta por la inadecuada llamada a tan altas horas de la noche, tardó un poco en atenderme, pero no se demoró ni un instante a la hora de informarme sobre cómo había mandado a la calle a esos dos molestos sujetos que habían alterado la tranquilidad de nuestro pacífico pueblo.


¡Mierda, mierda, mierda! ¿Dónde narices estaban esos dos? ¿Tendría que movilizar a medio pueblo para encontrarlos? ¿Es que esa mujer no se podía quedar simplemente quietecita y hacer lo que se le decía? Si me hubiera hecho caso, ahora estaríamos los tres calentitos en mi apartamento y no muertos de frío bajo la lluvia. ¡Total! Por un lujoso coche que seguramente estaría en perfectas condiciones en estos momentos...


Después de despertar a Colt para que le informara del lugar exacto donde había detenido a esos molestos individuos que tantos dolores de cabeza le traían, Pedro se apresuró a llegar al sitio señalado, a la espera de poder reprender a esa testaruda mujer que, sin duda alguna, lo estaría pasando mucho mejor que él bajo el cobijo de su lujoso BMW.


En el instante en el que llegó a la bifurcación del camino que se adentraba en el pueblo, Pedro halló una elegante grúa de la ciudad que remolcaba en esos instantes un coche en bastante mal estado. Sin duda, los vándalos de las inmediaciones habían hecho de las suyas, dejando un elegante vehículo para el arrastre.


¡Joder! ¡La señorita Remilgada tenía razón!


Seguro que, en cuanto volviera a verla, le echaría en cara cada uno de sus errores, pero ¿dónde narices estaba ella?


Pedro aparcó a un lado, preocupado, y bajó con celeridad de la camioneta mientras buscaba con una rápida mirada a esa exasperante mujer y su fiel acompañante. Seguro que no le había pasado nada.


Seguro que estaba bien. No podía haberle sucedido nada malo, ¿verdad?


Su alterado corazón se calmó cuando la encontró en el asiento delantero de la grúa, tiritando descontroladamente bajo el cobijo de una vieja manta y el calor de una caliente taza de café que el hombre que remolcaba el vehículo amablemente le había ofrecido de su humeante termo.


Parecía una gatita desvalida mientras miraba amablemente al hombre que la ayudaba y le dedicaba una hermosa sonrisa. ¿Por qué él todavía no había visto esa dulce expresión en su rostro? ¿Por qué demonios a él únicamente le sacaba las uñas y le mostraba unos ariscos gestos que sólo conseguían irritarlo?


Quizá su dulce comportamiento se debiera a que las circunstancias al fin habían conseguido ablandar su carácter, así que, dispuesto a aprovechar el momento, Pedro se acercó despacio a ella, una mujer llena de amabilidad y encanto... hasta que lo vio. Entonces, unos gruñidos provenientes del chucho que descansaba en el asiento del copiloto le advirtieron de que no era bien recibido, y el adorable y dulce semblante de esa hermosa joven se convirtió en el de una agria amargada cuando irónicamente le gritó:
—¡Oh, mi héroe! ¡Al fin has venido a salvarme! Pero créeme cuando te digo que tu presencia ya no es necesaria —expresó despectivamente, despidiéndolo con un gesto de su altiva y delicada mano.


Pedro, enfurecido por las circunstancias y calado hasta los huesos, no tardó en cargar sobre sus hombros a la molesta y mojada gatita salvaje que no dejaba de arañar y morder su espalda como señal de protesta, algo a lo que estaba acostumbrado, ya que en su trabajo era algo habitual el tratar con animales un tanto descontrolados. La sentó bruscamente en su camioneta y subió la calefacción a la vez que le tendía una de sus chocolatinas. Pedro esperaba que, si llenaba su boca con algún dulce, ella no podría reprenderlo y pronunciar esas molestas palabras que a él tanto le desagradaban.


—¡Te lo dije! ¿Verdad? ¡Finalmente yo tenía razón!


¿En qué, princesa? —repuso despreocupadamente el hombre, intentando evitar su reprimenda.


—¡Oh, tú, exasperante y obtuso hombre! ¿Has visto cómo ha quedado mi coche? ¡Y todo es por tu culpa!


Te puedo asegurar que yo no he tratado un vehículo así en mi vida. ¿Y quién puede garantizar que esa gamberrada no fue perpetrada poco después de que dejaras el coche abandonado en la cuneta, en cuyo caso tu enfado no tiene razón alguna y podríamos habernos librado de esta helada lluvia si simplemente hubieras esperado hasta mañana? —replicó Pedro, acabando con sus intentos de desahogar su mal genio sobre él.


—¡Oh, te odio! ¡Te odio a ti y a todo este maldito pueblo! —gritó Paula mientras lágrimas de frustración se mezclaban con las gotas de la fría lluvia que aún mojaban su rostro—. ¿Es que no puedes dar tu brazo a torcer y concederme la razón cuando sabes que la tengo? ¡Todos los hombres sois iguales! —declaró, apartando el rostro de la firme mirada de Pedro, sintiéndose afligida por el dolor del recuerdo de otro tipejo muy parecido al que ahora se hallaba ante ella, un hombre al que había amado aunque, para él, Paula solamente hubiera sido un divertido juguete con el que entretenerse.


Pedro cogió su cara de forma dulce y delicada entre sus manos, hizo que se enfrentara a él y, con una jovial sonrisa, puso fin a esa estúpida disputa.


—Tú tenías razón, yo soy un idiota. Ahora vámonos a un lugar calentito y seguro antes de que pilles un resfriado —dijo, a la vez que limpiaba sus lágrimas con uno de sus dedos.


Paula lo miró asombrada y a la vez ensimismada por el calor que irradiaban sus ojos y la delicadeza de sus actos. Estuvo tentada de cambiar su cerrada opinión de que todos los hombres eran unos cerdos, hasta que su fiel enamorado intervino con sus ladridos, haciéndole ver la realidad de la situación.


—¡Jo, con lo bien que me había quedado! Y tienes que venir tú y estropearlo. ¡Si casi se había tragado esa empalagosa mentira y había conseguido que me dejara en paz con su discursito de «yo tengo razón y tú no»! —reprendió jovialmente Pedro al cánido que se hallaba a sus
pies, empapado, sin dejar de mostrar ni por un instante sus gruñidos de advertencia.


—¡Oh, eres un ser despreciable! —gritó Paula, guareciéndose más bajo la vieja manta.


—Pero ¿a que soy buen actor, princesa? — Pedro, risueñamente, le guiñó un ojo.


La respuesta de Paula fue cerrar lo más rápidamente que pudo la ventanilla de la camioneta y mirar altivamente al frente a la espera de que ese hombre la llevara a un lugar donde pudiera descansar debidamente de sus estúpidas sandeces.


—Bueno, ¿y tú qué opinas, saco de pulgas? ¿Soy o no soy un buen actor?


Henry le gruñó nuevamente y, tan harto de su comportamiento como Paula, le mostró con contundencia su opinión, simplemente alzando una pata y haciendo sobre una de sus botas lo que siempre hacía sobre los árboles del jardín de su gran mansión: marcarlo apropiadamente. Así lo reconocería de antemano si intentaba acercársele.


Luego le gruñó una debida advertencia y subió con algo de dificultad a la parte trasera de la camioneta, desde donde no dejó de vigilar en todo momento cada uno de sus movimientos.


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