miércoles, 10 de enero de 2018
CAPITULO 27
Poco después de que finalizara la tormenta, Pedro llegó al pequeño y viejo apartamento que se encontraba encima de su clínica en compañía de la perpetua condena que eran sus forzosos invitados.
Su hogar no era nada sofisticado, sino más bien algo práctico, algo conveniente para quedarse más de una noche en vela vigilando a los pacientes debido a su escaso personal, pero en ningún caso apto para acoger a dos personas.
Cuando sus invitados se adentraron en sus dominios, miraron por encima de sus altivas naricillas remilgadas la desordenada y simple habitación provista de un horrendo sofá color moho que hacía las veces de cama, una diminuta cocina que contenía un hornillo de un solo fogón y una arcaica nevera, y una barra americana con dos taburetes algo deteriorados. Ello, junto con algún que otro cuadro familiar, conformaban todo el mobiliario de la estancia.
Pedro decidió esperar unos instantes hasta que se hicieran a la idea de que eso era todo su piso para comunicarles que, de las dos puertas que se hallaban tras el destartalado sofá, una era un minúsculo baño y la otra un simple armario.
—¡Dios! ¡Es peor de lo que me imaginaba! — exclamó asqueada la señorita Desdén mientras cogía con dos dedos el cartón de comida para llevar de Pollos Jumbo y lo tiraba a la basura, algo que sin duda debería haber hecho él mismo hacía días, reconoció Pedro para sí, ya que lo compró el sábado y estaban a... ¿jueves?
—¡Esto es una pocilga! —recriminó Paula a su anfitrión a pesar de ser una invitada no deseada.
—Perfecto, preciosa, pues si no te gusta... tú misma —replicó Pedro desplomándose en el sofá y señalándole la puerta a ella y a su eterno guardián, que había comenzado a olisquear la basura sin duda en busca de los restos de pollo grasiento.
—Bueno, por una noche no creo que pase nada —se resignó Paula por no tener otra opción—. ¿Podrías indicarme, por favor, cuáles serán mi habitación y mi baño?
—Por supuesto, preciosa, ¡faltaría más! — contestó jovialmente Pedro mientras se levantaba con rapidez del sofá y lo convertía en una conveniente cama de dos plazas.
Las sorpresas del día parecían haber hecho finalmente efecto en la señorita Desdén, ya que de su boca no salió ni una sola palabra. De hecho, su boca aún permanecía abierta cuando Pedro le mostró el acogedor cuarto de baño con su plato de ducha, donde sólo cabía una persona, el inodoro, con la tapa levantada, y el lavabo, lleno de productos de afeitar y bastoncillos del oído usados.
—Sólo será una noche, sólo será una noche... —murmuraba ella, que finalmente había recuperado el habla, mirándolo con aversión tanto a él como a su piso.
—Bueno, princesa, ¿qué lado prefieres: el derecho o el izquierdo? preguntó despreocupadamente Pedro lanzándose sobre la maltrecha cama que no cesó de chirriar estruendosamente con cada uno de sus más leves movimientos.
—¡¿Qué?! —gritó Paula asombrada, sin poder terminar de creerse el atrevimiento de ese hombre.
—Cielo, sólo hay una cama y, como comprenderás, yo no voy a dormir en el suelo después de un duro día de trabajo. Y menos aún por unos invitados a los que he sido obligado a hospedar. Así que dime, princesa, ¿derecha o izquierda?
—¡No pienso dormir contigo! ¡Esto no puede ser todo tu piso! ¡Tiene que haber algo más, otra habitación! Sin duda esta puerta es... —exclamó Paula desesperada cogiendo la manija de la puerta del sobrecargado armario que se hallaba tras ella.
—Yo que tú no lo haría... —sugirió Pedro poco antes de que ella desatendiera su consejo y una montaña de ropa le cayera encima.
—¡Dios! ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto si soy un niña buena que casi siempre obedece a su tía e intenta mantenerla contenta a pesar de sus estúpidas excentricidades? —protestó Paula con exasperación mientras trataba de salir de la montaña de ropa bajo la que estaba sepultada.
—Bueno, princesa, te lo advertí. Además, deberías alegrarte de que ayer hiciera la colada y de que todo esté más o menos limpio y ordenado.
—¡Sí, ya veo lo limpia y ordenada que está toda tu casa! —comentó desdeñosamente mientras apartaba de sí la ropa interior de ese despreocupado, teniendo cuidado de no tocarla más de lo necesario con dos de sus distinguidos dedos—. Porque esto es todo tu piso, ¿verdad?
—Ajá, princesa —confirmó Pedro—; a los pobres trabajadores que no ganan sueldos millonarios a veces sólo nos da para ir tirando.
—¿Has pensado en dedicarte a otra cosa que sea más productiva? ¿O has intentado, al menos, ser un poco más aseado y organizado? —preguntó con acritud Paula.
—¡Pero cielo, creí que te habías dado cuenta! ¡Si ayer limpié! —Pedro sonrió burlonamente, acomodando sus manos tras la cabeza de una forma un tanto perezosa mientras observaba con gran deleite el malestar de doña Remilgos.
—Tu forma de limpiar apesta. ¡Levántate y ayúdame a arreglar este caos del que sólo tú eres culpable! —ordenó altaneramente Paula, señalándolo con uno de sus impertinentes dedos.
—Va a ser que no —se negó Pedro con una sonrisa socarrona—, ya te advertí de que no abrieras el armario. Ahora tú solita te encargarás de volver a ponerlo todo en su sitio. O también puedes dejarlo así. A mí realmente me es indiferente.
—¿Cómo puedes vivir así? ¡Eres un adulto, no un alocado adolescente que únicamente vive para los videojuegos y la comida basura! —se quejó Paula saliendo al fin de la montaña de ropa y apoyándose en uno de los estantes del armario, donde sus ojos se toparon con un ordenador portátil y una montaña de juegos, junto con alguna que otra bolsa de chocolatinas y aperitivos variados.
—Retiro lo dicho: tú aún no has crecido — afirmó molesta, cuando observó más detenidamente la portada de uno de los videojuegos de ese perturbado donde una rubia tetona mantenía una pose provocativa vistiendo un minúsculo bikini. Lo mejor, sin duda, era la información adicional de tan perturbadora carátula, que anunciaba entre exclamaciones:
«¡¡Ahora con tecnología de Tetas Bamboleantes!!».
Paula lo fulminó con una de sus miradas, dispuesta a hacer dormir a ese sujeto en el plato de ducha si hacía falta, porque por nada del mundo compartiría algo con ese pervertido, y menos aún una cama.
—¡Me niego absolutamente a compartir cama contigo, en especial después de haber visto eso!
—¿El qué, princesa? —preguntó Pedro, tratando de aparentar inocencia, algo que indudablemente falló cuando le sonrió ladinamente a la espera de una respuesta.
—¡Esto! —dijo Paula arrojándole el insultante videojuego a la cara.
—¡Ah! Esto fue un regalo de mi cuñado Alan, para burlarse de mí. —Se rio con despreocupación mientras devolvía distraídamente el juego a su respectivo lugar.
Paula suspiró aliviada ante su error. Pedro simplemente era un hombre un tanto descuidado, pero sin duda era todo un caballero...
—Aunque no puedo decirte que no me gustara —susurró sensualmente junto al oído de Paula, haciéndole cambiar una vez más la opinión que tenía sobre él.
Definitivamente, él era un cerdo con todas las de la ley y por nada del mundo dormiría en la misma habitación que ese tipejo. Respirar el mismo aire que él ya era demasiado para su persona, mucho menos aguantar una más de sus insensibles bromas.
—No te preocupes, princesa, yo ordenaré por ti, ya que te veo algo amargada... ¡Perdón! Cansada —dijo Pedro, poniendo en sus manos con brusquedad una de sus enormes camisetas y unos pantalones de deporte—. Anda, dúchate mientras yo arreglo este desastre y te preparo la cena — propuso alegremente comenzando a colocar la ropa con el mismo orden que tenía antes de caer sobre su invitada, es decir, ninguno.
Paula miró aprensivamente cómo ese tipo arrojaba, de cualquier manera y sin preocupación alguna, su ropa hacia el interior del armario. Negó con la cabeza, hastiada de todas las desdichas que le habían sobrevenido ese día, y deseó que la mañana siguiente no le deparase una tortura mayor.
Pero sinceramente, si tenía que pasar todo el tiempo junto a ese personaje, dudaba mucho de que su día mejorara en algo.
Pedro sonreía complacido mientras cerraba una vez más su sobrecargado armario con algo de dificultad. Si la princesita quisquillosa seguía molestándose por cada insignificancia, no tardaría demasiado en librarse de ella y de su molesto y pulgoso amigo. Así, él podría volver a su tranquila vida, donde lo único de lo que tenía que preocuparse era de su montaña de deudas y de su inepta empleada, además de algún que otro cliente que lo evitaba para no tener que pagarle alguna de sus facturas pendientes.
Pedro decidió hacerle la cena a esa molesta mujer antes de que su respingona naricilla de alta alcurnia se metiera en su minúscula nevera y se diera cuenta de que en su interior únicamente había cerveza, algún que otro fiambre, un bote de crema de cacahuete, una botella de kétchup, algún que otro rancio pepinillo y un trozo de queso mohoso.
Si el desorden del armario le había parecido algo inexcusable, la escasez de sus provisiones sin duda sería algo imperdonable para tan exigente persona.
Mientras Pedro preparaba un sándwich con los restos que había en su nevera que todavía no estaban en mal estado, observó con detenimiento cómo ese chucho, con el cual se profesaban un odio mutuo, abría la papelera con una de sus patas para dar al fin con los restos del grasiento pollo de Jumbo que tanto deseaba. Pedro sonrió con maligna satisfacción cuando, justo antes de que ese animalejo introdujera la cabeza en su basura, él cerró la tapa colocando encima una enorme maceta, regalo de su madre, a la que nunca había hallado un lugar apropiado.
Hasta ahora.
Henry se volvió hacia él, ofendido, y le ladró un tanto molesto. Luego se apaciguó un poco al observar que Pedro tenía en sus manos algo que detectó como comida; se sentó obedientemente a la espera de su cena y no dejó en ningún momento de seguir con su hambrienta mirada los dos bocadillos que ese hombre paseaba de un lado a otro.
—Lo siento, chucho, pero esto no es para ti. En mi clínica tengo algún que otro saco de pienso para mis pacientes. Aunque siento comunicarte que es del barato.
Ante la información de lo que sería su cena, Henry pareció reconocer la palabra «barato» como si se tratase de un agravio imperdonable hacia su persona, ya que abrió sus ojos altamente ofendido y alzó su rostro despectivamente hacia Pedro mientras se volvía con altivez y se dirigía con gran dignidad hacia la cama, intentando ignorar el hambre que sin duda tenía.
Cuando el perro consiguió subirse al colchón con algo de dificultad, Pedro tiró suavemente de la manta donde el pulgoso había acomodado sus posaderas hasta que cayó al suelo.
—Ésa no es tu cama, pero te puedes quedar con la manta si quieres —se regocijó Pedro mientras se tumbaba en su lecho ocupando el mayor espacio posible, a la vez que disfrutaba de su cena esperando a que esa gatita salvaje hiciera su aparición.
Esa exasperante mujer seguro que protestaría una vez más sobre el lugar en el que dormirían.
Pero eso era muy fácil de resolver: únicamente había una cama y él estaba demasiado cansado como para aprovecharse de la situación, y mucho más cuando la mujer era una gata salvaje que le bufaría ante la más insulsa de las sonrisas que procedieran de él. Así que fin de la cuestión: Pedro en su lado de la cama y ella, en el suyo, y por primera vez en años haría lo que nunca hacía con ninguna de sus mujeres: simplemente dormir plácidamente.
O eso pensaba Pedro hasta que la señorita Remilgos se convirtió en una gran tentación en el instante en que salió del baño envuelta por una nube de vapor vestida con una de sus camisetas, regalo de su hermano Jose, quien adoraba obsequiarle con prendas con mensajes idiotas.
«Soy un inútil y puedo demostrarlo», rezaba la de ese año, que sobre el cuerpo de Paula no quedaba nada mal. De hecho, poco después de ver cómo el mensaje de ese trozo de tela era acogido por esos suculentos pechos que finalmente tenía el placer de intuir sin la estrechez de ese apretado traje, una parte concreta de su adormilado y cansado cuerpo se despertó.
Por desgracia, no era la adecuada para esa situación en la que la mujer de sus sueños podía convertirse también en la de sus pesadillas. Sobre todo, si llegaba a darse cuenta de la elevada atención que acababa de atraer hacia su persona.
Pedro ignoró a su activo amiguito, que parecía tener vida propia cuando se trataba de esa fémina, e hizo nuevamente alarde de algunos de sus mordaces comentarios antes de desaparecer con rapidez tras la puerta del baño en busca de una ducha bien fría que calmara su alocado deseo por esa inadecuada mujer con la que nada tenía en común.
—¡Tu cena, princesa! —anunció sonriente Pedro a doña Quisquillosa, señalando el insulso sándwich con una extraña apariencia nada apetecible cuyo contenido Paula se apresuró a indagar, con bastante cautela, levantando una de sus rebanadas aprensivamente. »Tu confortable lecho... —continuó, mostrándole las arrugadas sábanas de su maltrecha cama, a la que Paula dirigió una mirada de reticencia mientras se sentaba en uno de los taburetes a degustar su comida.
»Y, cómo no, ¡tú príncipe! —señaló burlonamente el veterinario, apuntando al chucho que, a los pies de la cama, no dejaba de dirigirle miradas de devoción a Paula.
Aunque Pedro no estaba muy seguro de si esos observadores ojos adoraban más a su amada dueña o al emparedado que Paula no terminaba de decidirse a probar.
»Te dejo unos minutos a solas en mi castillo. ¡Ten cuidado! ¡No te pierdas en él si acaso desoyes mis consejos y curioseas tras sus numerosas puertas! —se carcajeó Pedro mientras entraba en el baño y escapaba de esa tentadora arpía a la que oyó murmurar «bufón» poco antes de que se atragantara con su creación culinaria.
Pero ¿a quién no le gustaba la crema de cacahuete con pepinillos y kétchup? ¡Una delicia!
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